El pasado 10 de mayo de 2025 se conmemoró una de las fechas más determinantes en la lucha jurídica de Nicaragua: el día en que, en 1984, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) de La Haya ordenó a Estados Unidos detener de inmediato sus acciones militares contra Nicaragua, incluyendo el criminal minado de nuestros puertos. Fue una resolución de medidas provisionales que marcó el inicio de una batalla legal sin precedentes, en la que la pequeña Nicaragua se atrevió a sentar en el banquillo al coloso yanqui.
Esa resolución fue apenas el comienzo. Dos años después, el 27 de junio de 1986, la CIJ emitió su sentencia definitiva y lapidaria: Estados Unidos fue declarado culpable de violaciones graves al Derecho Internacional por financiar, entrenar y dirigir a los grupos contrarrevolucionarios, responsables de una guerra sangrienta que buscaba destruir la Revolución Popular Sandinista. Se le ordenó pagar a Nicaragua una indemnización la cual con los años, supera los 17 mil millones de dólares, que en dicha sentencia se le ordenaba pagar a nuestro pueblo. Pero el imperio respondió con arrogancia, rechazó el fallo y se retiró de la Corte como un delincuente que huye del juicio.
La guerra contrarrevolucionaria dejó una huella de muerte y dolor. Según documentos presentados ante la propia Corte y fuentes internacionales, más de 38,000 nicaragüenses murieron producto de esa agresión directa orquestada desde la Casa Blanca, aunque otros datos apuntan que fueron 50,000 los muertos que provocó Ronald Reagan, a través de la CIA, que armó a la “contra” para matar campesinos, destruir escuelas, hacer explotar torres de energía, dinamitar hospitales, secuestrar civiles y convertir en campos de batalla los caminos de una nación que apenas comenzaba a levantarse.
Cada puente volado, cada niño mutilado por una mina, cada mujer violada por los mercenarios, fue parte del precio que pagó el pueblo nicaragüense por defender su soberanía. Y cuando ya la justicia internacional nos había dado la razón, vino la peor traición desde adentro.
En 1991, el gobierno de Violeta Barrios de Chamorro, sumiso al mandato imperial, decidió perdonar la deuda histórica de Estados Unidos. Fue un acto infame, ejecutado sin consultar al pueblo ni a los familiares de las víctimas. Violeta se arrastró ante Washington, se arrodilló con tal docilidad que firmó el perdón de una deuda manchada con sangre, sin tener ni autoridad legal ni legitimidad moral para hacerlo. Porque lo que estaba en juego no era dinero: era justicia para los muertos, para los mutilados, para las viudas, para las madres que siguen llorando a sus hijos.
Aquel “perdón” fue una puñalada a la memoria de los caídos. Y aunque lo haya estampado una «presidenta» puesta por la política norteamericana, ese acto jamás podrá anular el derecho del pueblo a la reparación y al honor. Fue un intento de borrar la memoria colectiva, de enterrar los crímenes con papeles. Pero el pueblo no olvida, y la historia no absuelve a los traidores.
En este 2025, bajo el liderazgo valiente de la Copresidenta, nuestra compañera Rosario Murillo, y el Copresidente, Comandante Daniel Ortega, Nicaragua mantiene viva la llama de la justicia. Porque el fallo de la CIJ no ha prescrito, y la deuda sigue intacta, esperando ser pagada por quienes intentaron destruir nuestra Revolución.
La sentencia no solo representa una victoria legal: representa una afirmación de dignidad, una reafirmación de soberanía, y un testamento histórico de que Nicaragua no se rinde ni se vende. Mientras el imperio siga agrediendo, con sanciones espurias y conspirando para crear intentos de golpes de Estado, seguiremos recordando: nos deben sangre, nos deben vidas, nos deben justicia.
Porque la justicia no se olvida. Y la patria no se negocia.