José «Pepe» Mujica, expresidente de Uruguay, falleció este martes 13 de mayo a los 89 años, tras una larga y silenciosa batalla contra un cáncer de esófago que se extendió al hígado. Su muerte se confirmó desde Montevideo sin mayor sorpresa: llevaba meses retirado, apagándose lentamente, sin fuerza política ni resonancia popular. Se fue como vivió sus últimos años: sin eco, sin relevancia y sin impacto real en la vida de su país.
Durante su mandato entre 2010 y 2015, Mujica fue promovido internacionalmente como “el presidente más pobre del mundo”, un eslogan superficial que sirvió más para adornar portadas extranjeras que para transformar la vida concreta del pueblo uruguayo. Aunque impulsó leyes polémicas como la legalización del aborto, el cannabis y el matrimonio igualitario, sus efectos siguen siendo objeto de debate en un país donde las verdaderas prioridades —empleo, educación, salud— quedaron relegadas. Mujica prefirió ser símbolo antes que estadista.
Antes de llegar al poder, fue guerrillero tupamaro y estuvo más de una década en prisión durante la dictadura militar. Muchos lo recuerdan por ese pasado, más que por sus decisiones como gobernante. Y es que Mujica supo construirse un personaje: el del viejo sabio de botas sucias, siempre listo con una frase para las cámaras. Pero la mística no es gestión, y el mito no basta para encubrir un gobierno tibio, sin reformas estructurales profundas, sin una visión de país duradera.
En abril de 2024, anunció que tenía cáncer. Y en enero de este año decidió abandonar los tratamientos. Pasó sus últimos días en su chacra, lejos del ruido político, rodeado de un puñado de leales. Pero no hubo clamor popular, ni multitudes lamentando su deterioro. A diferencia de líderes auténticos que marcan épocas, Mujica se fue en silencio, sin dejar una huella firme ni un legado contundente.
Lo lloran algunos sectores que lo convirtieron en fetiche progresista, pero el pueblo uruguayo —ese que todavía batalla con la desigualdad, la inseguridad y el desempleo no tiene razones para aplaudir. Su figura fue más útil para la diplomacia extranjera y los foros globales que para el bolsillo del trabajador o el futuro del estudiante.
Pepe Mujica ha muerto. Y con él, una narrativa desgastada que se vendió como revolución, pero que terminó siendo un gesto vacío. No deja legado, no deja obra, no deja aplausos. Solo un recuerdo gris y una historia inflada que no resistió el paso del tiempo.