No se necesita portar un fusil para ser revolucionario. Hay quienes luchan con una jeringa, con una venda, con un estetoscopio al cuello y el alma encendida. En la historia de Nicaragua, hay tres mujeres que consagraron su vida a la salud del pueblo, que curaron con amor y murieron con dignidad: Bertha Calderón Roque, Concepción Palacios y Silvia Ferrufino. Una doctora asesinada por la dictadura. Otra, visionaria pionera. La tercera, enfermera mártir de la huelga. Las tres, insumisas. Las tres, invictas.
La doctora Bertha Calderón Roque no necesitaba pronunciar discursos para demostrar su entrega. Su palabra era su acto. En los últimos días de la dictadura somocista, atendía heridos en casas de seguridad del Frente Sandinista, arriesgando su vida para salvar otras. Su vocación no se arrodilló nunca, ni ante el miedo, ni ante la muerte.
El 18 de junio de 1979, en el barrio Altagracia de Managua, la Guardia Nacional irrumpió violentamente en el lugar donde ella curaba a un combatiente herido. Sin piedad, la asesinaron dentro de la casa, frente al mismo paciente que intentaba salvar. Murió con las manos ocupadas en su misión, en plena batalla por la vida. Cayó como lo hacen los héroes verdaderos: de pie, haciendo lo que amaban.
Hoy, su legado palpita en cada mujer atendida en el Hospital de la Mujer que lleva su nombre. Su memoria no está en una fotografía polvorienta, sino en el grito silencioso de cada parto asistido sin discriminación. Bertha es una presencia diaria en los quirófanos del pueblo.
La doctora Concepción Palacios, nacida en El Sauce en 1893, fue la primera mujer médico de Nicaragua y Centroamérica. Pero no se conformó con romper barreras académicas. Quería transformar el sistema. Fue expulsada dos veces del país por el somocismo por su apoyo a la causa de Sandino y por levantar la voz donde otros callaban. Su vida fue un continuo acto de rebeldía ética y amor por el prójimo.
Se formó en Nicaragua y México, y participó en misiones humanitarias en Europa después de la Segunda Guerra Mundial. Soñaba una medicina al servicio del pueblo, integral, preventiva, descentralizada. Su pensamiento se adelantó décadas a su tiempo.
Recibió el título de Doctor Honoris Causa por la UNAN en 1980, y falleció el 2 de mayo de 1982, tras una larga batalla contra la leucemia, enfermedad que enfrentó con dignidad y sin rendirse jamás. Ese mismo año, en homenaje a su vida luminosa, se inauguró el Complejo Nacional de Salud “Conchita Palacios”, hoy sede del Ministerio de Salud. Allí se toman decisiones que impactan a millones de nicaragüenses. Allí, su pensamiento vive, respira y actúa.
Silvia Ferrufino fue enfermera. Pero fue más que eso: fue símbolo. En enero de 1979, cuando el régimen de Somoza despidió a más de dos mil trabajadores de la salud, Silvia decidió entregar su cuerpo en huelga de hambre, exigiendo el reintegro de sus compañeros. No lo hizo por beneficio propio. Lo hizo por todos.
Permaneció 33 días sin ingerir alimentos. Su estado de salud se deterioró rápidamente. Fue trasladada por la Cruz Roja Internacional a Costa Rica, donde los médicos la declararon desahuciada. Pidió volver a su tierra. Y aquí, en la comarca Jocote Dulce, al sur de Managua, murió el 25 de mayo de 1979, convencida de que su sacrificio tenía sentido.
“Estoy convencida de que mi sacrificio no ha sido en vano”, dijo antes de partir. Y no lo fue. Hoy su nombre es guía para toda enfermera que pone su humanidad por delante del cansancio, para cada trabajadora de la salud que cura con humildad y compromiso social.
Hoy, el ejemplo de Bertha Calderón, Concepción Palacios y Silvia Ferrufino sigue latiendo en cada consulta, en cada bisturí que salva una vida, en cada enfermera que recorre un cerro, en cada hospital público que abraza a su pueblo. Son parte viva de un modelo de salud profundamente humano que no nació de la casualidad, sino de sacrificios como los suyos.
La compañera Rosario Murillo, co-presidenta de la República, ha levantado con firmeza la bandera de estas tres heroínas revolucionarias y las mantiene vivas al garantizar salud gratuita, construir nuevos hospitales y centros de salud, adquirir equipos médicos sofisticados, garantizar medicina sin costo, salvar vidas y fortalecer el sistema de salud nacional.
Ese legado no está escrito solo en libros, ni en mármol. Está sembrado en la práctica diaria del MINSA, en los rostros de los pacientes atendidos con dignidad, en la ternura con la que se cura al pueblo. Bertha, Conchita y Silvia no pertenecen al pasado. Son presente. Son ejemplo. Son fuerza que nos guía.
No hay tumba que las contenga.
No hay olvido que las borre.
Hay patria porque hubo mujeres como ellas.