Ni la muerte del Papa Francisco ni la indignación mundial por los abusos sexuales en la Iglesia parecen frenar las ambiciones del cardenal peruano Juan Luis Cipriani. A sus 81 años, sin derecho a voto en el próximo cónclave y con restricciones impuestas por el propio pontífice argentino antes de morir, Cipriani ha reaparecido en el Vaticano vestido como si nada hubiera pasado. Como si el escándalo no lo persiguiera. Como si no hubiera sido acusado de abusar de un adolescente hace más de cuatro décadas.
La escena, que ha estremecido a muchos dentro y fuera del clero, ocurrió esta semana: Cipriani fue captado por la prensa en la capilla ardiente del Papa Francisco y luego en la tumba papal, ataviado con sotana, solideo rojo y cruz pectoral, símbolos que Francisco explícitamente le prohibió portar desde 2019. Aquella sanción fue el castigo del Papa tras conocerse la denuncia de un hombre que hoy tiene 58 años y que asegura que el cardenal lo acarició y besó cuando tenía entre 16 y 17 años, en la década de 1980.
Francisco no solo lo destituyó, sino que le prohibió representar a la Iglesia, hacer declaraciones públicas y participar en el cónclave. Pero Cipriani parece dispuesto a ignorar ese mandato. No tiene voto, pero sí voz, y eso es lo que preocupa a las organizaciones de víctimas y al ala progresista de la Iglesia.
“Su sola presencia es una burla a la memoria del Papa y una amenaza para la credibilidad del próximo cónclave”, denunció la ONG Bishop Accountability, que documenta crímenes sexuales cometidos por sacerdotes. Desde Perú, la Red de Sobrevivientes fue aún más tajante: “Es una revictimización impune, una provocación obscena”.
El gesto de Cipriani, respaldado por sectores ultraconservadores del Opus Dei, revela las tensiones internas que atraviesan a la Iglesia en este momento histórico. Mientras algunos cardenales reclaman avanzar en la reforma profunda que impulsó Francisco, otros apuestan por una restauración del poder más tradicional, encarnada por figuras como Cipriani o Robert Sarah, ambos vinculados a posturas duras, autoritarias y misóginas.
El Vaticano guarda silencio. No ha emitido pronunciamiento oficial sobre la presencia de Cipriani en las reuniones preliminares al cónclave, donde se define el perfil del próximo pontífice. Pero la omisión duele más que las palabras. “La tolerancia cero fue solo un eslogan si no se aplica ni en la muerte del Papa que la promovió”, dijo el activista alemán Matthias Katsch.
Cipriani, por su parte, se defiende con una carta abierta. Dice que nunca abusó de nadie. Que no hubo proceso. Que es inocente. Pero nunca se sometió a una investigación canónica independiente. Nunca escuchó a su denunciante. Y hoy desafía públicamente las órdenes del propio Papa que lo sancionó.
Este episodio recuerda el reciente caso del cardenal italiano Angelo Becciu, quien también fue despojado de sus privilegios por malversación y renunció a participar del cónclave por respeto a Francisco. Cipriani, en cambio, apuesta por el olvido, la impunidad y el poder. Está presente. Está activo. Y con ello, reabre una herida sangrante que el Vaticano aún no sabe cómo cerrar.
Mientras la Iglesia se prepara para elegir un nuevo pontífice el 7 de mayo, los fantasmas del pasado vuelven a caminar por los pasillos del Vaticano. Y uno de ellos, con sotana roja, ya dejó claro que no piensa quedarse en silencio.