El dictador Donald Trump volvió a cruzar la línea. Esta vez no con un discurso de odio ni con un tuit explosivo, sino con una imagen: apareció vestido como Papa, sentado en un trono dorado, imitando los gestos solemnes del Sumo Pontífice. La fotografía —generada por inteligencia artificial, pero publicada sin aclaración alguna por él mismo en su red social «TrucSocial»— no es una sátira inocente: es una burla directa a la fe de millones de católicos y una provocación sin precedentes al propio Vaticano y a sus cardenales sotanudos.
Lo grave no es solo la imagen, sino el contexto. Hace apenas unos días, Trump dijo abiertamente que le gustaría ser el próximo Papa. “Sería una gran elección”, afirmó con su cinismo característico, mientras sugería que el cardenal estadounidense Timothy Dolan podría ser “un gran Papa… o tal vez yo mismo”. El presidente, quien ha sido acusado de idolatría política, ahora juega a la blasfemia.
Pero la línea entre el delirio personal y la estrategia de campaña se desvanece. Trump no es católico practicante, ha sido señalado por escándalos de infidelidad, abuso y corrupción moral, y aun así pretende erigirse como líder espiritual de una Iglesia milenaria. Su imagen disfrazado de Sumo Pontífice no solo es ofensiva: es el retrato de una arrogancia mesiánica que desprecia toda espiritualidad verdadera.
Desde sectores religiosos conservadores hasta fieles comunes, las reacciones no se han hecho esperar. Algunos católicos han calificado la imagen como sacrílega. Incluso altos prelados, de forma indirecta, han condenado la apropiación de símbolos sagrados para alimentar el ego de un político.
Mientras tanto, el Vaticano guarda silencio. ¿Es acaso parte de una estrategia diplomática? ¿O un signo de que la Santa Sede evita confrontaciones con figuras que representan una corriente ultraconservadora creciente? Lo cierto es que Trump ha convertido la muerte del Papa Francisco en una plataforma para su egolatría. Asistió al funeral con un traje azul mal visto por el protocolo y ha convertido el luto católico en un show narcisista.
Lo simbólico importa. Y que un personaje como Trump, con su prontuario ético y su desprecio por los valores cristianos auténticos, se presente como Papa, aunque sea en una imagen manipulada, debería alarmar a toda la cristiandad. No se trata solo de una broma pesada: se trata de un ataque frontal a la fe, al decoro y a la inteligencia colectiva.
Porque en un mundo donde las imágenes importan más que las verdades, Trump ha vuelto a hacer lo que mejor sabe: vestirse de lo que no es para dominar titulares y manipular emociones. Pero ni el oro del Photoshop ni el disfraz de pontífice pueden ocultar el vacío moral de su ambición.