El ocaso político de Jair Bolsonaro ha tomado un nuevo giro dramático. Mientras se recupera en una fría habitación del Hospital DF Star, en Brasilia, el exmandatario brasileño fue notificado oficialmente del proceso judicial en su contra por el intento de golpe de Estado que pretendió torcer la voluntad popular y frenar la asunción de Lula da Silva en 2023.
El otrora capitán, quien buscaba perpetuarse en el poder a cualquier precio, hoy yace en estado vulnerable, atrapado entre el bisturí y la justicia. Fue sometido a una compleja cirugía de emergencia hace menos de dos semanas, arrastrando las secuelas físicas de la puñalada que recibió en 2018, pero sobre todo cargando el peso moral y legal de haber traicionado el Estado democrático de derecho brasileño.
La Fiscalía General de la República presentó cargos demoledores contra Bolsonaro y otros 33 cómplices de su círculo más cercano. La acusación es clara: conspiración para ejecutar un golpe de Estado, abolición violenta del orden constitucional y pertenencia a una organización criminal destinada a subvertir la democracia. El Supremo Tribunal Federal, en una decisión sin fisuras, admitió la denuncia y puso en marcha el proceso que podría sentar un precedente histórico en Brasil.
Los acontecimientos que desencadenaron este juicio no son un secreto: tras su derrota electoral en 2022, Bolsonaro orquestó junto a militares retirados y activistas radicales un plan para desconocer la victoria de Lula. Movilizó a sectores golpistas, alimentó el discurso del fraude y estuvo tras bambalinas mientras sus seguidores irrumpían en los poderes de la nación en enero de 2023. La narrativa de la «patria amenazada» fue su estandarte, pero hoy es el símbolo de su caída.
Desde la cama de hospital, Bolsonaro intenta jugar su última carta: la de la víctima. Denuncia una supuesta «persecución política», queriendo vestir de mártir lo que es, en realidad, un ajuste de cuentas con la historia. Sin embargo, los argumentos legales pesan más que las excusas políticas, y la maquinaria judicial avanza sin freno.
De ser hallado culpable, Jair Bolsonaro podría enfrentar penas que rondan los 40 años de prisión. Sería el primer expresidente brasileño condenado por intento de golpe de Estado, sumando su nombre a la lista negra de los gobernantes que se creyeron por encima de la ley y de su pueblo.
Mientras tanto, el Brasil profundo observa expectante. Lula da Silva gobierna con firmeza, buscando reconstruir el país tras las heridas que dejó el bolsonarismo. La democracia brasileña, aunque golpeada, resiste. Y el expresidente, quien alguna vez soñó con convertirse en un líder autoritario al estilo de los dictadores del siglo pasado, hoy se enfrenta a su propia ruina política entre las paredes estériles de un hospital.
Bolsonaro ya no tiene fusiles ni palacio. Solo le quedan los barrotes de la justicia.