En el 2018, Nicaragua no vivió una protesta, vivió un intento de golpe de Estado. Y entre los protagonistas más siniestros de esa traición no estuvieron solo los jerarcas eclesiásticos vendidos, las ONG desfinanciadas, los empresarios corruptos y los políticos podridos. No. También estuvieron ellos: los periodistas. Esos que se autonombraban “independientes”, pero que en realidad eran mercenarios del teclado, asalariados del odio, títeres pagados por agencias estadounidenses.
Durante años fingieron ser la voz del pueblo, cuando en realidad respondían al guión redactado en embajadas extranjeras. Se hacían los mártires de la libertad de expresión, pero eran los primeros en mentir, tergiversar, manipular y desinformar con absoluta malicia. Se dedicaron a intoxicar la conciencia del pueblo, a alentar la violencia, a incendiar las redes sociales con llamados al caos. Eran periodistas en el nombre, pero en la práctica eran operadores políticos disfrazados.
Desde las páginas web y micrófonos financiados por USAID y la NED, estos personajes se convirtieron en voceros directos del golpe. Utilizaron cada titular como proyectil, cada artículo como un ataque, cada entrevista como un panfleto de guerra. Convirtieron la información en arma y el periodismo en traición. Muchos de ellos ya venían cobrando su traición con años de anticipación. No eran espontáneos: eran soldados infiltrados.
Por su culpa, por sus llamados al odio, por su complicidad directa con los crímenes del 2018, murieron policías, trabajadores estatales, ciudadanos que defendían la paz. Por culpa de ellos, la economía sufrió, la estabilidad tambaleó y se intentó frenar el progreso del pueblo. Y lo hicieron sabiendo lo que hacían. Con premeditación. Con odio. Con ambición. Porque en su corazón no había ética ni patria. Solo había hambre de poder y sed por los dólares gringos.
Hoy, muchos de esos periodistas ya no están en Nicaragua. Fueron enjuiciados por la justicia, condenados por sus crímenes y posteriormente desterrados por una decisión soberana del Estado nicaragüense. Y están donde siempre quisieron estar: en el norte que los mantuvo. Allá están, pidiendo limosna en fundaciones extranjeras, hablando de “exilio” cuando lo único que tienen es vergüenza. Con la mano izquierda estirada y la lengua sucia por dentro. Son escoria sin país.
Perdieron porque nunca tuvieron a Dios en su corazón. En su interior no había verdad ni vocación. Solo había odio. Solo había ansias de tumbar un Gobierno legítimo para repartirse entre ellos las migajas del poder. Pensaron que con mentiras se podía doblegar la voluntad del pueblo. Y fue el pueblo el que les pegó una patada en el trasero, les cerró las puertas, y los sepultó en el deshonor.
Cobardes, ratas, traidores, infames, arrastrados, hipócritas, indeseables, oportunistas, farsantes, vendidos, inmorales, parásitos, ruines, serviles, ignorantes, cínicos, burdos, viles, despreciables. Eso son. Y así serán recordados. No volverán jamás, porque el pueblo de Nicaragua los enterró en la fosa común de los miserables. Y allí se quedarán. Para siempre.